lunes, 1 de julio de 2013

Martes por los ángeles custodios. 02/07/2013. San Liberato y compañeros ¡rueguen por nosotros!

JMJ

Pax

† Lectura del santo Evangelio según san Mateo 8, 23-27

Gloria a ti, Señor.

En aquel tiempo, Jesús subió a una barca junto con sus discípulos. De pronto se levantó en el mar una tempestad tan fuerte, que las olas cubrían la barca; pero Él estaba dormido. 
Los discípulos lo despertaron, diciéndole: 
"Señor, ¡sálvanos, que perecemos!"
El les respondió: 
"¿Por qué tienen miedo, hombres de poca fe?"
Entonces se levantó, dio una orden terminante a los vientos y al mar, y sobrevino una gran calma. 
Y aquellos hombres, maravillados, decían: 
"¿Quién es éste, a quien hasta los vientos y el mar obedecen?"
Palabra del Señor.
Gloria a ti, Señor Jesús.

Suplicamos su oración: Esto es gratis pero cuesta. No sería posible sin sus oraciones: al menos un Avemaría de corazón por cada email que lea. Dios te salve María, llena eres de Gracia, el Señor es contigo; bendita tu eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús; Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén. ¡Recuérdenos en sus intenciones y misas!

Aclaración: una relación muere sin comunicación y comunidad-comunión. Con Dios es igual: las "palabras de vida eterna" (Jn 6,68; Hc 7,37) son fuente de vida espiritual (Jn 6, 63), pero no basta charlar por teléfono (oración), es necesario visitarse, y la Misa permite ver a Jesús, que está tan presente en la Eucaristía, que Hostias han sangrado: www.therealpresence.org/eucharst/mir/span_mir.htm

Por leer la Palabra, no se debe dejar de ir a Misa, donde ofrecemos TODO (Dios) a Dios: al actualizarse el sacrificio de la Cruz, a) co-reparamos el daño que hacen nuestros pecados al Cuerpo de Cristo que incluye los Corazones de Jesús y de María, a Su Iglesia y nosotros mismos, b) adoramos, c) agradecemos y d) pedimos y obtenemos Gracias por nuestras necesidades y para la salvación del mundo entero… ¿Que pasa en CADA Misa? 5 minutos: http://www.youtube.com/watch?v=v82JVdXAUUs

Lo que no ven tus ojos (2 minutos): http://www.gloria.tv/?media=200354

Película completa (1 hora): http://www.gloria.tv/?media=417295

Explicación: http://www.youtube.com/watch?v=eFObozxcTUg#!

Si Jesús se apareciera, ¿no correríamos a verlo, tocarlo, adorarlo? Jesús está aquí y lo ignoramos. Jesús nos espera (Mc 14,22-24) en la Eucaristía: "si no coméis la carne del Hijo del hombre, y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros" (Jn 6,53; 1 Jn 5,12). Si comulgamos en estado de Gracia y con amor, nos hacemos uno (común-unión) con el Amor y renovamos la Nueva Alianza de Amor. Si faltamos a las bodas del Cordero (Ap.19,7-10) con su Iglesia (nosotros), sabiendo que rechazamos el Amor de Dios, que está derramando toda su Sangre por nuestros pecados personales, nos auto-condenamos a estar eternamente sin Amor: si una novia falta a su boda, es ella la que se aparta del amor del Novio para siempre, sabiendo que Él da la Vida por ella en el altar. Idolatramos aquello que preferimos a Él (descanso, comida, trabajo, compañía, flojera). Por eso, es pecado mortal faltar sin causa grave a la Misa dominical y fiestas (Catecismo 2181; Mt 16, 18-19; Ex 20,8-10; Tb 1,6; Hch 20,7; 2 Ts 2,15). "Te amo, pero quiero verte todos los días, y menos los de descanso". ¿Qué pensaríamos si un cónyuge le dice eso a otro? ¿Le ama realmente? Estamos en el mundo para ser felices para siempre, santos. Para lograr la santidad, la perfección del amor, es necesaria la Misa y comunión, si es posible, diaria, como pide la Cátedra de Pedro, el representante de Cristo en la tierra (Canon 904). Antes de comulgar debemos confesar todos los pecados mortales: "quien come y bebe sin discernir el Cuerpo, come y bebe su propia condenación" (1 Cor 11,29; Rm 14,23). ¿Otros pecados mortales? no confesarse con el Sacerdote al menos una vez al año (CDC 989), no comulgar al menos en tiempo pascual (920), abortar (todos los métodos anticonceptivos no barrera son abortivos), promover el aborto (derecho a decidir, derechos (i)reproductivos, fecundación artificial), planificación natural sin causa grave, deseo o actividad sexual fuera del matrimonio por iglesia, demorar en bautizar a los niños, privar de Misa a niños en uso de razón, borrachera, drogas, comer a reventar, envidia, calumnia, odio o deseo de venganza, ver pornografía, robo importante, chiste o burla de lo sagrado, etc. Si no ponemos los medios para confesamos lo antes posible y nos sorprende la muerte sin arrepentirnos, nos auto-condenamos al infierno eterno (Catecismo 1033-41; Mt. 5,22; 10, 28; 13,41-50; 25, 31-46; Mc 9,43-48, etc.). Estos son pecados mortales objetivamente, pero subjetivamente, pueden ser menos graves, si hay atenuantes como la ignorancia. Pero ahora que lo sabes, ya no hay excusa.

 

Misal

 

mar 13a. Ordinario año impar

Antífona de Entrada

Firmeza es el Señor para su pueblo, defensa y salvación para sus fieles. Sálvanos, Señor, vela sobre nosotros y guíanos siempre.

[Misa]

Oración colecta

Oremos:
Padre misericordioso, que nunca dejas de tu mano a quienes has hecho arraigar en tu amistad, concédenos vivir siempre movidos por tu amor y un filial temor de ofenderte.
Por nuestro Señor Jesucristo...
Amén.

[Misa]

Primera Lectura

El Señor hizo llover azufre y fuego sobre Sodoma y Gomorra

Lectura del libro del Génesis 19, 15-29

Aquel día, al rayar el alba, los ángeles apresuraban a Lot diciéndole: 
"Vamos; toma a tu esposa y a tus dos hijas, para que no perezcas a causa de los pecados de Sodoma". 
Como Lot no se decidía, los tomaron de la mano a él, a su mujer y a sus dos hijas, los sacaron de su casa y los condujeron fuera de la ciudad, porque el Señor los perdonaba. Cuando estaban fuera, uno de los ángeles le dijo: 
"Ponte a salvo, no mires hacia atrás, no te detengas en el valle; ponte a salvo en los montes para que no perezcas".
Lot le respondió:
"No, te lo ruego. Tú me has favorecido a mí tratándome con gran misericordia al salvarme la vida; pero yo no podré sobrevivir en los montes, pues la desgracia me alcanzaría allí y moriría. Mira, aquí cerca hay una ciudad pequeña, en donde puedo refugiarme y salvar la vida. ¿Verdad que es pequeña y puedo vivir en ella?"
El ángel le contestó: 
"Accedo a lo que me pides, no arrasaré esa ciudad que dices. Aprisa, ponte a salvo, pues no puedo hacer nada hasta que llegues allá". 
Por eso la ciudad se llamó Soar. El sol salía cuando Lot llegó a Soar. El Señor hizo llover desde el cielo azufre y fuego sobre Sodoma y Gomorra, Arrasó aquellas ciudades y todo el valle, con los habitantes de las ciudades y la hierba del campo. La mujer de Lot miró hacia atrás y se convirtió en estatua de sal.
Abrahán se levantó de mañana y se dirigió al sitio donde había estado con el Señor. Miró en dirección de Sodoma y Gomorra toda la extensión del valle, y vio una gran humareda que salía del suelo, como el humo de un horno.
Así, cuando el Señor destruyó las ciudades del valle y arrasó las ciudades en las que Lot había vivido, se acordó de Abrahán y libró a Lot de la catástrofe. 
Palabra de Dios.
Te alabamos, Señor.

Salmo Responsorial

Del salmo 25

Ten compasión de mí, Señor.

Examíname, Señor, ponme a prueba, sondea mis entrañas y mi corazón, porque tengo tu bondad ante mis ojos y camino en tu verdad. 
Ten compasión de mí, Señor.

No me trates como a los pecadores ni me castigues como a los sanguinarios, que en sus manos llevan infamias y las tienen llenas de sobornos. 
Ten compasión de mí, Señor.

Yo, en cambio, camino en la integridad; sálvame y ten compasión de mí. Mi pie se mantiene en el camino recto; en la asamblea bendeciré al Señor.
Ten compasión de mí, Señor.

Aclamación antes del Evangelio

Aleluya, aleluya.
Confío en el Señor; mi alma espera y confía en su palabra.
Aleluya.

Evangelio

Dios una orden terminante a los vientos y al mar, y sobrevino una gran calma

† Lectura del santo Evangelio según san Mateo 8, 23-27

Gloria a ti, Señor.

En aquel tiempo, Jesús subió a una barca junto con sus discípulos. De pronto se levantó en el mar una tempestad tan fuerte, que las olas cubrían la barca; pero Él estaba dormido. 
Los discípulos lo despertaron, diciéndole: 
"Señor, ¡sálvanos, que perecemos!"
El les respondió: 
"¿Por qué tienen miedo, hombres de poca fe?"
Entonces se levantó, dio una orden terminante a los vientos y al mar, y sobrevino una gran calma. 
Y aquellos hombres, maravillados, decían: 
"¿Quién es éste, a quien hasta los vientos y el mar obedecen?"
Palabra del Señor.
Gloria a ti, Señor Jesús.

[Misa]

Oración sobre las Ofrendas

Acepta, Señor, este sacrificio de reconciliación y alabanza que vamos a ofrecerte, a fin de que purifique nuestros corazones y podamos corresponder a tu amor con nuestro amor.
Por Jesucristo, nuestro Señor.
Amén.

[Misa]

Prefacio

Jesús, buen samaritano

En verdad es justo darte gracias, y deber nuestro alabarte, Padre santo, Dios todopoderoso y eterno, en todos los momentos y circunstancias de la vida, en la salud y en la enfermedad, en el sufrimiento y en el gozo, por tu siervo, Jesús, nuestro Redentor.
Porque él, en su vida terrena, pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el mal.
También hoy, como buen samaritano, se acerca a todo hombre que sufre en su cuerpo o en su espíritu, y cura sus heridas con el aceite del consuelo y el vino de la esperanza.
Por este don de tu gracia, incluso cuando nos vemos sumergidos en la noche del dolor, vislumbramos la luz pascual en tu Hijo, muerto y resucitado.
Por eso,
unidos a los ángeles y a los santos, cantamos a una voz el himno de tu gloria:
[Misa]

Antífona de la Comunión

Los ojos de todos los hombres te miran, Señor, llenos de esperanza, y tú das a cada uno su alimento.

[Misa]

Oración después de la Comunión

Oremos:
Señor, tú que nos has renovado con el Cuerpo y la Sangre de tu Hijo, concédenos que la participación en esta Eucaristía nos ayude a obtener la plenitud de la redención.
Por Jesucristo, nuestro Señor.
Amén

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Meditación diaria

13ª Semana. Martes

EL SILENCIO DE DIOS

— El Señor siempre oye a quienes acuden a Él.

— Confianza en Dios.

— Cuando parece que Dios guarda silencio.

I. A lo largo del Evangelio vemos a Jesús portarse con naturalidad y sencillez. No busca gestos clamorosos en quienes le siguen. Realiza los milagros sin armar ruido, en la medida en que le era posible. A quienes había curado les recomendaba que no anduvieran pregonando las gracias que recibían. Enseña que el Reino de Dios no viene con ostentación, y muestra en las parábolas del grano de mostaza y de la levadura escondida la fuerza misteriosa de sus palabras. Le vemos también acoger calladamente peticiones de ayuda, que luego atenderá. El silencio de Jesús durante el proceso ante Herodes y Pilato está lleno de una sublime grandeza. Lo vemos de pie, delante de una muchedumbre vociferante, excitada, que se sirve de falsos testigos para tergiversar sus palabras... Nos impresiona particularmente este silencio de Dios en medio del remolino que agitan las pasiones humanas. Silencio de Jesús, que no es indiferencia ni actitud despreciativa ante unas criaturas que le ofenden: está lleno de piedad y de perdón. Jesucristo espera siempre nuestra conversión. ¡El Señor sabe esperar! Tiene más paciencia que nosotros.

El silencio en la Cruz no es pausa que se toma para represar la ira y condenar. Es Dios, que perdona siempre, quien está allí. Abre de par en par el camino de una nueva y definitiva era de misericordia. Dios escucha siempre a quienes le siguen, aunque alguna vez parezca que calla, que no nos quiere oír. Él siempre está atento a las flaquezas de los hombres..., pero para perdonar, levantar y ayudar. Si calla en algunas ocasiones es para que maduren nuestra fe, nuestra esperanza y nuestro amor.

En la escena que nos propone el Evangelio de la Misa1contemplamos a Jesús cansado después de un día de intensa predicación. El Señor subió con sus discípulos a una barca para pasar al otro lado del lago. Cuando ya llevaban un tiempo en el mar, se levantó una tempestad tan grande que las olas cubrían la barca. Mientras tanto, el Señor, rendido por la fatiga, se quedó dormido. Estaba tan cansado que ni siquiera los fuertes bandazos de la embarcación le despertaron. Ante tanto peligro, Jesús parece ausente. Es el único pasaje del Evangelio que nos muestra a Jesús dormido.

Los Apóstoles, hombres de mar en su mayoría, se dieron cuenta enseguida de que sus esfuerzos no bastaban para asegurar el rumbo de la barca y comprendieron que sus vidas peligraban. Se acercaron entonces a Jesús y le despertaron diciendo: ¡Señor, sálvanos, que perecemos!

Jesús les tranquilizó con estas palabras: ¿Por qué teméis, hombres de poca fe? Es como si les dijera: ¿no sabéis que Yo voy con vosotros, y que esto debe daros una firmeza sin límites en medio de vuestras dificultades? Y levantándose, increpó a los vientos y al mar, y se produjo una gran bonanza. Los discípulos se llenaron de asombro, de paz y de alegría. Comprobaron una vez más que ir con Cristo es caminar seguros, aunque Él guarde silencio. Y dijeron: ¿Quién es este, que hasta los vientos y el mar le obedecen? Era su Señor y su Dios. Más adelante, con el envío del Espíritu Santo a sus almas el día de Pentecostés, comprendieron que les tocaría vivir en aguas frecuentemente agitadas y que Jesús estaría siempre en su barca, la Iglesia, aparentemente dormido y callado en ocasiones, pero siempre acogedor y poderoso; nunca ausente. Lo entendieron cuando, poco después, en los comienzos de su predicación apostólica, se vieron asediados por las persecuciones y sintieron el zarpazo de la incomprensión de la sociedad pagana en la que desarrollaban su actividad. Sin embargo, el Maestro los confortaba, los mantenía a flote y les impulsaba a nuevas empresas. Y lo mismo que entonces hace ahora con nosotros.

II. Este sueño de Jesús, cuando sus discípulos se sentían perdidos en medio de la tempestad, mientras bregaban con todas sus fuerzas, ha sido comparado muchas veces a ese silencio de Dios en que parece, en ocasiones, como si estuviera ausente y despreocupado ante las dificultades de los hombres y de la Iglesia.

Ante situaciones similares, cuando la tempestad se nos echa encima, cuando los esfuerzos parecen inútiles, debemos seguir el ejemplo de los Apóstoles y acudir a Jesús con toda confianza: ¡Señor, sálvanos, que perecemos! Sentiremos la eficacia de su poder infinito y nos llenará de serenidad.

¿De qué teméis, hombres de poca fe?, les dice a los suyos que se encuentran angustiados y a punto de perecer. ¿Por qué teméis si Yo estoy con vosotros? Él es la seguridad, la única seguridad verdadera. Basta estar con Él en su barca, al alcance de su mirada, para vencer los miedos y las dificultades, los momentos de oscuridad y de turbación, las pruebas, la incomprensión y las tentaciones. La inseguridad aparece cuando se debilita la fe, y con la debilidad llega la desconfianza: podríamos entonces olvidarnos de que cuando la dificultad es mayor, más poderosa se manifiesta la ayuda del Señor, como sucede siempre: al tratar de vivir en plenitud la propia vocación cristiana, en la vida familiar, en el trabajo profesional..., en el apostolado.

Jesús quiere vernos con paz y con serenidad en todos los momentos y circunstancias. No temáis, soy yo, dice a sus discípulos atemorizados por las olas. Y en otra ocasión: A vosotros, mis amigos, os digo: No temáis...2. Ya desde su entrada en el mundo señaló cómo sería su presencia entre los hombres. El mensaje de la Encarnación se abre precisamente con estas palabras: No temas, María3. Y a San José le dirá también el Ángel del Señor: José, hijo de David, no temas4; y a los pastores les repetirá de nuevo: No tengáis miedo5. No podemos andar atemorizados por nada. El mismo santo temor de Dios es una forma de amor: es temor a perderle.

La plena confianza en Dios, con los medios humanos que sea necesario poner en cada situación, da al cristiano una singular fortaleza y una especial serenidad ante los acontecimientos y tribulaciones. La consideración frecuente a lo largo de cada jornada de la filiación divina nos lleva a dirigirnos a Dios, no como a un ser lejano, indiferente y frío que guarda silencio, sino como a un padre pendiente de sus hijos. Le veremos como al Amigo que nunca falla y que está siempre dispuesto a ayudar, y a perdonar si es preciso. Junto a Él comprenderemos que todas las tribulaciones y las dificultades resultan un bien para la criatura si las sabemos aceptar con fe, si no nos separamos de Él «¡Bienaventuradas malaventuras de la tierra! —Pobreza, lágrimas, odios, injusticia, deshonra... Todo lo podrás en Aquel que te confortará»6. Y Santa Teresa, con la experiencia segura de los santos, nos ha dejado escrito: «Si tenéis confianza en Él y ánimos animosos, que es muy amigo Su Majestad de esto, no hayáis miedo que os falte nada»7. El Señor vela por los suyos, aun cuando parece que duerme.

III. Algunos cristianos, que parecen seguir a Cristo si todo acontece según ellos desean, se alejan de Él cuando más le necesitan: en la enfermedad del hijo, del marido, de la mujer, del hermano...; cuando se hace presente la penuria económica, cuando duelen la calumnia y la difamación y algunos amigos dan la espalda...; o si en la propia vida interior se aleja el sentimiento gustoso que en otros momentos hacía fácil la entrega y el apostolado, pero que ahora, quizá como una gracia muy particular de Dios que purifica las intenciones y el corazón, desaparece y deja paso a la sequedad y a un cierto desconsuelo. Piensan que Dios no los oye o que guarda silencio, como si Él fuera neutral o indiferente ante lo nuestro. Es entonces precisamente cuando debemos decir a Jesús con más fuerza: ¡Señor, sálvanos, que perecemos! Él nos oye siempre; espera quizá que recemos con más intensidad y rectitud, y que nos abandonemos más en sus brazos fuertes.

En cualquier tribulación, en las dificultades y tentaciones, debemos acudir enseguida a Jesús. «Buscad el rostro de Aquel que habita siempre, con presencia real y corporal, en su Iglesia. Haced, al menos, lo que hicieron los discípulos. Tenían solo una fe débil, no tenían una gran confianza ni paz, pero por lo menos no se separaban de Cristo (...). No os defendáis de Él, antes bien, cuando estéis en apuro acudid a Él, día tras día, pidiéndole fervorosamente y con perseverancia aquellos favores que solo Él puede otorgar. Y así como en esta ocasión que nos narran los Evangelios, Él, reprochó a sus discípulos su falta de fe, pero hizo por ellos lo que le habían pedido, así, aunque observe tanta falta de firmeza en vosotros, que no debía existir, se dignará increpar a los vientos y al mar y dirá: "Paz, estad tranquilos". Y habrá una gran calma»8; el alma se llenará de serenidad en medio de la tribulación.

Con esta nueva paz que el Señor deja en nuestros corazones saldremos confiados a luchar de nuevo en esas batallas de paz –las externas y las del alma–, aceptaremos con alegría la contradicción que purifica y quedaremos más unidos a Él. No olvidemos tampoco en esas circunstancias que el Señor ha puesto un Ángel a nuestro lado para que nos custodie, nos ayude y lleve nuestras oraciones con más facilidad hasta Dios. «Cuando tengas alguna necesidad, alguna contradicción –pequeña o grande–, invoca a tu Ángel de la Guarda, para que la resuelva con Jesús o te haga el servicio de que se trate en cada caso»9.

1 Mt 8, 23-27. — 2 Lc 12, 4. — 3 Lc 1, 30. — 4 Mt 1, 20. — 5 Lc 2, 10. — 6 San Josemaría Escrivá, Camino, n. 717. — 7 Santa Teresa, Fundaciones, 27, 12. — 8Card. J. H. Newman, Sermón para el Domingo IV después de Epifanía. — 9 San Josemaría Escrivá, Forja, n. 931.

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Santoral               (si GoogleGroups corta el texto, lo encontrará en www.iesvs.org)

 

San Otón

San Otón fue obispo de Bamberg y es llamado el Apóstol de Pomerania . Nació en Suabia, Alemania, y vivió en el siglo XII. Huérfano de padre y madre, enfrentó muchas dificultades para costear sus estudios en filosofía y ciencias humanas. Partió a Polonia para ganarse la vida. Poco a poco se estableció y fundó una escuela que ganó prestigio y le dio buenas ganancias.

Se hizo conocido y estimado en la corte polaca , amigo y consejero del emperador, que lo nombró obispo de Bomberg. San Otón, sin embargo solamente quedó con la conciencia tranquila cuando fue consagrado obispo por el papa Pascual, alrededor del año 1106.

Es considerado el evangelizador de la Pomerania; fundó allí numerosos monasterios. Y apoyado por Boleslao, duque de Polonia que dominaba la región, y por Vratislao, duque cristiano de Pomerania, recorrió todas las ciudades instruyendo a los gentiles y bautizando a los que se adherían a la fe, intercediendo ante el príncipe por la liberación de los prisioneros, exhortando a todos a abandonar los ídolos y a convertirse al Dios de Jesucristo. Esparció misioneros por toda la Pomerania.

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Fuente: Archidiócesis de Madrid
Proceso y Martiniano, Santos Mártires, Julio 2  

Proceso y Martiniano, Santos

Mártires

Debió ser muy ejemplar la presencia de los Apóstoles Pedro y Pablo en la prisión romana cuando se aproximaba su martirio. Habían empleado bien el tiempo para la extensión del Evangelio. Tanto el mundo judío como los gentiles habían tenido ya noticia de la Buena Nueva de la Salvación, quedaba organizada la Iglesia en sus elementos más firmes y estaban presentes ya en el mundo los que continuarían hasta que el Señor de la Historia decida el fin de la presencia del hombre sobre la faz de la tierra. Ellos intuyen que está próximo el fin de su carrera; el propio Pablo lo deja por escrito en sus cartas. Sólo queda recorrer la recta final.

El Martirologio Romano, así como el de Beda, Usuardo y Adón consignan en sus listados de mártires a Proceso y Martiniano. Resumen la entrega de su vida por Cristo presentándolos como dos de los principales carceleros que tenían la misión de custodiar la cárcel Mamertina de Roma en tiempos de Nerón y del encarcelamiento de los Apóstoles previo a su martirio.

Sin ser muy explícitos sobre su existencia, la áurea de los siglos adornó con posibilidades lo desconocido de su vida, constituyéndolas en catequesis devota. Se les presenta como soldados probablemente zafios, algo brutos y más que ensombrecidos por la escoria de la sociedad que tienen que soportar cada día en aquella cárcel pestilente. Debió resultarles extraña la presencia de aquellos dos presos que no aúllan ni vociferan como los demás; no insultan ni blasfeman, no maldicen ni amenazan. Más bien les pudieron parecer faltos de razón o trastornados por la sencillez y ensimismamiento que por tanto rato mantenían; y a lo que no encontraban ninguna explicación era a la atención que prestaban a sus compañeros de prisión a los que intentan consolar, atendiéndoles como pueden; hasta han visto que les daban de su comida y que han ayudado a moverse a los que ya ni eso pueden. Y les hablan de bondad, de vivir siempre, de resurrección. Un judío, Cristo, les dará la libertad y la salud. Alguno parece que les escucha con especial atención y lo incomprensible es que con la última remesa de presos que ha llegado por haber incendiado nada menos que la ciudad de Roma, ha cambiado el tono de la cárcel donde empiezan a oírse cantos y hasta sonrisa en los labios resecos por la fiebre, el contagio y el temor.

Los dos carceleros comienzan prestando atención a lo que dicen y terminan acercándose a recibir, en susurros y casi a escondidas, instrucción. Una luz del cielo se les ha encendido dentro; piden ser discípulos, quieren recibir el bautismo y se ofrecen como sustitutos de sus puestos dejándoles abierta la prisión. Una fuente de agua brota de la piedra, signada por Pedro con la cruz, para poder administrar el bautismo a ellos y a otros cuarenta y siete más. Esa es la fuente que desde entonces da agua milagrosa a quien quiere beberla para remedio de algún mal.

Sabedor el juez Paulino de lo sucedido les llama al orden, animándoles a dejar lo que incautamente han abrazado e instándoles a ofrecer culto y reconocimiento a los dioses de siempre. Pero nada puede remover su decisión y, después de escupir la estatua de Júpiter, son azotados y atormentados con la pena del fuego en la que no se sabe cómo el juez se queda ciego, es poseído del demonio y muere en tres días. A los dos que fueron carceleros les cortaron la cabeza en la Via Aurelia, fuera de los muros de la ciudad, el día 2 de Julio, dejando sus cuerpos a los perros.

Dicen que la piadosa Lucina -matrona que nunca falta en la recogida de cuerpos de mártires- los mandó levantar y dar sepultura en su propiedad hasta que pudieron trasladarse a la iglesia que construyó en su honor.

Valga la historia posible de Proceso y Maximiano para ayudarnos a sus lectores, si no a investigar si en todos los puntos fue verdad, al menos para fortalecernos en los valores que no fallan y que ellos supieran elegir frente a la quincallería de esta vida.

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Fuente: www.mercaba.org
Bernardino Realino, Santo Sacerdote, Julio 2  

Bernardino Realino, Santo

Sacerdote Jesuita

Con San Bernardino Realino ocurrió un hecho insólito que tal vez no se vuelva a narrar en este año cristiano.

Sin esperar a que traspasase el umbral de la muerte fue nombrado patrono celestial de la ciudad de Lecce, donde murió.

Ocurrió a comienzos de 1616. Por toda la ciudad corrió el rumor de que el padre Bernardino Realino, que había sido su apóstol durante cuarenta y dos años, estaba a punto de muerte. Era por entonces alcalde de la ciudad Segismundo Rapana, hombre previsor y decidido. Informado de la gravedad del "Santo Bernardino", se presenta con una comisión del Ayuntamiento en el colegio de los jesuitas. Los guardias le abren paso entre el gentío que se ha formado en la portería del colegio. Llegado a la presencia del moribundo, saca de su casaca un documento que llevaba preparado y lo lee delante de todos:

"Grande es nuestro dolor, oh padre muy amado, al ver que nos dejáis, pues nuestro más ardiente deseo sería que os quedarais para siempre entre nosotros. No queriendo, sin embargo, oponernos a la voluntad de Dios, que os convida con el cielo, deseamos, por lo menos, encomendaros a nosotros mismos y a toda esta ciudad, tan amada por vos, y que tanto os ha amado y reverenciado. Así lo haréis, oh padre, por vuestra inagotable caridad, la cual nos permite esperar que queráis ser nuestro protector y patrono en el paraíso, pues por tal os elegimos desde ahora para siempre, seguros de que nos aceptaréis por fieles siervos e hijos, ya que con vuestra ausencia nos dejáis sumergidos en el más profundo dolor."

El anciano padre, acabado como estaba por la enfermedad, hizo un supremo esfuerzo y pudo, al fin, pronunciar un "Sí, señores" que llenó al alcalde y a toda la ciudad de inmenso júbilo.

Había nacido San Bernardino Realino en Carpi, ducado de Módena, el 1 de diciembre de 1530. Su familia pertenecía a la nobleza provinciana. Su padre, don Francisco Realino, fue caballerizo mayor de varias cortes italianas. Por este motivo estaba casi siempre ausente de su casa. La educación del pequeño Bernardino estuvo confiada a su madre, Isabel Bellantini.

Dicen que Bernardino era un niño hermoso, de finos modales, todo suavidad en el trato, siempre afable y risueño con todos. A su buena madre le profesó durante toda su vida un cariño y una veneración extraordinarios. Durante sus estudios un compañero le preguntó: "Si te dieran a escoger entre verte privado de tu padre o de tu madre. ¿qué preferirlas?" Bernardino contestó como un rayo: "De mi madre jamás." Dios, sin embargo, le pidió pronto el sacrificio más grande.

Su madre se fue al cielo cuando él todavía era muy joven. Su recuerdo le arrancaba con frecuencia lágrimas de los ojos. Ella se lo había merecido por sus constantes desvelos y principalmente por haberle inculcado una tierna devoción a la Virgen María.

En Carpi comenzó el niño Bernardino sus estudios de literatura clásica bajo la dirección de maestros competentes. "En el aprovechamiento —escribe el mismo Santo—, si no aventajó a sus discípulos, tampoco se dejó superar por ninguno de ellos." De Carpi pasó a Módena y luego a Bolonia, una de las más célebres universidades de su tiempo, donde cursó la filosofía.

Fue un estudiante jovial y amigo de sus amigos. Más tarde se lamentará de "haber perdido muchísimo tiempo con algunos de sus compañeros, con los cuales trataba demasiado familiarmente".

Fue, pues, muchacho normal. Hizo poesías. Llevó un diario íntimo como todos, y se enamoró como cualquier bachiller del siglo XX. Hasta tuvo sus pendencias, escapándosele alguna cuchillada que otra...

"Habiéndome introducido por senda tan resbaladiza —escribe el Santo refiriéndose a aquellos días—, vino el ángel del Señor a amonestarme de mis errores, y, retrayéndome de las puertas del infierno, me colocó otra vez en la ruta del cielo."

¿Quién fue este "ángel del cielo"?

Un día vio en una iglesia a una joven y quedó prendado de ella. La amó con un amor maravilloso, "hasta tal punto —son sus palabras— de cifrar toda mi dicha en cumplir sus menores deseos. No obedecerla me parecía un delito, porque cuanto yo tenía y cuanto era reconocía debérselo a ella". Esta joven se llamaba Clorinda. Bellísima, había dominado por sí misma, sin ayuda de nadie, el vasto campo de la literatura y la filosofía. Era profundamente piadosa. Frecuentaba la misa y la comunión. Precisamente la vista de su angelical postura en la iglesia fue lo que prendió en el corazón de Bernardino aquella llama de amor puro y bello que elevó su espíritu a lo alto, como lo demuestran las cartas y poesías que se cruzaron entre los dos y que todavía se conservan. Clorinda y Bernardino tuvieron una confianza cada día creciente, pero siempre delicada y noble.

Bernardino tenía proyectado graduarse en Medicina. Pero a Clorinda no le gustaba, y él se sometió dócilmente a los deseos de ella. Había que cambiar de carrera y comenzar la de Derecho.

—Grande y ardua empresa quieres que acometa —le dijo Bernardino.

—Nada hay arduo para el que ama —fue la respuesta de Clorinda.

Dicho y hecho. Bernardino se sumergió materialmente en los libros de leyes, que le acompañaban hasta en las comidas, y tan absorto andaba con Graciano y Justiniano, que a veces trastornaba extrañamente el orden de los platos, Por fin, el 3 de junio de 1546, a los veinticinco años, se doctoró en ambos Derechos, canónico y civil, coronando así gloriosamente el curso de sus estudios.

A los seis meses de terminar la carrera fue nombrado podestá, o sea alcalde, de Felizzano. Del gobierno de esta pequeña ciudad pasó al cargo de abogado fiscal de Alessandría, en el Piamonte. Después se le nombró alcalde de Cassine, De Cassine pasó a Castel Leone de pretor a las órdenes del marqués de Pescara.

En todos estos cargos se mostró siempre recto y sumamente hábil en los negocios. He aquí el testimonio —un poco altisonante, a la manera de la época— de la ciudad de Felizzano al terminar en ella su mandato el doctor Realino:

"Deseamos poner en conocimiento de todos que este integérrimo gobernador jamás se desvió un ápice de la justicia, ni se dejó cegar por el odio, ni por codicia de riquezas. No es menos de admirar su prudencia en componer enemistades y discordias; así es que tanta paz y sosiego asentó entre nosotros, que creíamos había inaugurado una nueva era la tranquilidad y bonanza. Siempre tomó la defensa de los débiles contra la prepotencia de los poderosos; y tan imparcial se mostró en la administración de la justicia que nadie, por humilde que fuese su condición, desconfió jamás de alcanzar de él sus derechos."

El marqués de Pescara quedó tan satisfecho de las actuaciones de Realino que, cuando tomó el cargo de gobernador de Nápoles en nombre de España, se lo llevó consigo como oidor y lugarteniente general.

En Nápoles le esperaba a Bernardino la Providencia de Dios.

La felicidad de este mundo es poca y pasa pronto. Clorinda se cruzó en la vida de Bernardino rápida y bella como una flor. Ella, que le había animado tanto en los estudios, murió apenas daba los primeros pasos en el ejercicio de su carrera. La muerte de Clorinda abrió en el alma de Bernardino una herida profunda que difícilmente podría curarse. Fue una lección de la vanidad de las cosas de este mundo.

El recuerdo de aquella joven querida le alentaba ahora desde el cielo, presentándosele de tiempo en tiempo radiante de luz y de gloria y exhortándole a seguir adelante en sus santos propósitos.

Un día paseaba el oidor por las calles de Nápoles cuando tropezó con dos jóvenes religiosos cuya modestia y santa alegría le impresionó vivamente. Les siguió un buen trecho y preguntó quiénes eran. Le dijeron que "jesuitas", de una Orden nueva recientemente aprobada por la Iglesia.

Era la primera noticia que tenía Bernardino de la Compañía de Jesús. El domingo siguiente fue oír misa a la iglesia de los padres.

Entró en el momento en que subía al púlpito el padre Juan Bautista Carminata, uno de los oradores mejores de aquel tiempo. El sermón cayó en tierra abonada. Bernardino volvió a casa, se encerró en su habitación y no quiso recibir a nadie durante varios días. Hizo los ejercicios espirituales, y a los pocos días la resolución estaba tomada. Dejaría su carrera y se abrazaría con la cruz de Cristo.

Su madre había muerto, Clorinda había muerto. Su anciano padre no tardaría mucho en volar al cielo. No quería servir a los que estaban sujetos a la muerte. Pero, ¿cuándo pondría por obra su propósito? ¿Dónde? ¿No sería mejor esperar un poco?

Un día del mes de septiembre de 1564, mientras Bernardino rezaba el rosario pidiendo a María luz en aquella perplejidad, se vio rodeado de un vivísimo resplandor que se rasgó de pronto dejando ver a la Reina del Cielo con el Niño Jesús en los brazos. María, dirigiendo a Bernardino una mirada de celestial ternura, le mandó entrar cuanto antes en la Compañía de Jesús.

Contaba Bernardino, al entrar en el Noviciado, treinta y cuatro años de edad. Era lo que hoy decimos una vocación tardía. Por eso una de sus mayores dificultades fue encontrarse de la noche a la mañana rodeado de muchachos, risueños sí y bondadosos, pero que estaban muy lejos de poseer su cultura y su experiencia de la vida y los negocios. Con ellos tenía que convivir, y el exlugarteniente del virrey de Nápoles tenía que participar en sus conversaciones y en sus juegos, y vivir como ellos pendiente de la campanilla del Noviciado, siempre importuna y molesta a la naturaleza humana. Pero a todo hizo frente Bernardino con audacia y a los tres años de su ingreso en la Compañía se ordenó de sacerdote. Todavía continuó estudiando la teología y al mismo tiempo desempeñó el delicado cargo de maestro de novicios.

En Nápoles permaneció tres años ocupado en los ministerios sacerdotales como director de la Congregación, recogiendo a los pillos del puerto, visitando las cárceles y adoctrinando a los esclavos turcos de las galeras españolas. Pero en los planes de Dios era otra la ciudad donde iba a desarrollar su apostolado sacerdotal.

Lecce era y es una población de agradable aspecto. Capital de provincia, a 12 kilómetros del mar Adriático, es el centro de una comarca rica en viñedos y olivares. Sus habitantes son gentes sencillas que se enorgullecen de las antiguas glorias de la ciudad, cargada de recuerdos históricos.

El ir nuestro Santo a Lecce fue sin misterio alguno. Desde hacia tiempo la ciudad deseaba un colegio de Jesuitas, y los superiores decidieron enviar al padre Realino con otro padre y un hermano para dar comienzo a la fundación y una satisfacción a los buenos habitantes de la ciudad, que oportuna e inoportunamente no desperdiciaban ocasión de pedir y suspirar por el colegio de la Compañía.

Los tres jesuitas, con sus ropas negras y sus miradas recogidas, entraron en la ciudad el 13 de diciembre de 1574. Por lo visto la buena fama del padre Bernardino Realino le había precedido, porque el recibimiento que le hicieron más parecía un triunfo que otra cosa. Un buen grupo de eclesiásticos y de caballeros salió a recibirles a gran distancia de la ciudad. Se organizó una lucidísima comitiva, que recorrió con los tres jesuitas las principales calles de Lecce hasta conducirlos a su domicilio provisional.

El padre Realino era el superior de la nueva casa profesa. En cuanto llegó puso manos a la obra de la construcción de la iglesia de Jesús y a los dos años la tenía terminada. Otros seis años, y se inauguraba el colegio, del cual era nombrado primer rector el mismo Santo.

Desde el primer día de su estancia en Lecce el padre Realino comenzó sus ministerios sacerdotales con toda clase de personas, como lo había hecho en Nápoles. Confesó materialmente a toda la ciudad, dirigió la Congregación Mariana, socorrió a los pobres y enfermos. Para éstos guardaba una tinaja de excelente vino que la fama decía que nunca se agotaba. Después de los pobres de bienes materiales, comenzaron a desfilar por su confesonario los prelados y caballeros, tratando con él los asuntos de conciencia. "Lo que fue San Felipe Neri en la Ciudad Eterna —dice León XIII en el breve de beatificación de 1895— esto mismo fue para Lecce el Beato Bernardino Realino. Desde la más alta nobleza hasta los últimos harapientos, encarcelados y esclavos turcos, no había quien no le conociese como universal apóstol y bienhechor de la ciudad." El Papa, el emperador Rodolfo II y el rey de Francia Enrique IV le escribieron cartas encomendándose en sus oraciones. Tal era la fama de el "Santo de Lecce".

Los superiores de la Compañía pensaron en varias ocasiones que el celo del padre Realino podría tal vez dar mejores frutos en otras partes y decidieron trasladarle del colegio y ciudad de Lecce. Tales noticias ocasionaron verdaderos tumultos populares. En repetidas ocasiones los magistrados de la ciudad declararon que cerrarían las puertas e impedirían por la fuerza la salida del padre Bernardino. Pero no fue necesario, porque también el cielo entraba en la conjura a favor de los habitantes de Lecce. Apenas se daba al padre la orden de partir, empeoraba el tiempo de tal forma que hacía temerario cualquier viaje. Otras veces, una altísima fiebre misteriosa se apoderaba de él y le postraba en cama hasta tanto se revocaba la orden. De aquí el dicho de los médicos de Lecce: "Para el padre Realino, orden de salir es orden de enfermar."

Pasaron muchos años y la santidad de Bernardino se acrisoló. Recibió grandes favores del cielo. Una noche de Navidad estaba en el confesonario y una penitente notó que el padre temblaba de pies a cabeza a causa del intenso frío. Terminada la confesión la buena señora fue al que entonces era padre rector a rogarle que mandara retirarse al padre Bernardino a su habitación y calentarse un poco. Obedeció el Santo la orden del padre rector. Fue a su cuarto y mientras un hermano le traía fuego se puso a meditar sobre el misterio de la Navidad. De repente una luz vivísima llenó de resplandor su habitación y la figura dulcísima de la Virgen María se dibujó ante él. Como la otra vez, llevaba al Niño Jesús en sus brazos. "¿Por qué tiemblas, Bernardino?", le preguntó la Señora. "Estoy tiritando de frío", le respondió el buen anciano. Entonces la buena Madre, con una ternura indescriptible, alarga sus brazos y le entrega el Niño Jesús. Sin duda fueron unos momentos de cielo los que pasó San Bernardino Realino. Lo cierto es que, al entrar poco después el hermano con el brasero, le oyó repetir como fuera de sí: "Un ratito más, Señora; un ratito más." En todo aquel invierno no volvió a sentir frío el padre Bernardino.

Llegó el año 1616. La vida del padre Realino se extinguía. "Me voy al cielo", dijo, y con la jaculatoria "Oh Virgen mía Santísima" lo cumplió el día 2 de julio. Tenía ochenta y dos años, de los cuales la mitad, cuarenta y dos, los había pasado en Lecce, dándonos ejemplo de sencillez y de constancia en un trabajo casi siempre igual.

Muerto el padre, el ansia de obtener reliquias hizo que el pueblo desgarrara sus vestidos y se los llevara en pedazos, lo cual hizo imposible la celebración de la misa y el rezo del oficio de difuntos. Y, así, los funerales de este hombre tan popular y tan querido de todos tuvieron que celebrarse a puerta cerrada y en presencia de contadísimas personas.

Fue canonizado por el Papa Pío XII en el año 1947.

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Fuente: ar.geocities.com/misa_tridentina01
Liberato y Compañeros, Santos Máritres, 2 de julio  

Liberato y Compañeros, Santos

Mártires

Martirologio Romano: Conmemoración de los santos mártires Liberato, abad, Bonifacio, diácono, Servo y Rústico, subdiáconos, Rogato y Septimio, monjes, y el niño Máximo, quienes en Cartago, durante la persecución desencadenada por los vándalos bajo el rey arriano Hunnerico, por confesar la verdadera fe católica y un solo bautismo, fueron sometidos a crueles tormentos, clavados a los maderos con los que iban a ser quemados y golpeados con remos hasta que sus cabezas quedaron deshechas, triunfando ellos brillantemente, por lo que merecieron ser coronados por el Señor (484).

 

Grandes fueron los estragos que hizo en África el furor del rey vándalo llamado Hunnerico, que seguía la secta de los herejes arrianos; pero en el año séptimo de su reinado, publicó un edicto sobremanera impío y sacrílego, por el cual mandaba que se arrasasen todos los monasterios, y se profanasen todas las iglesias con sagradas a honra de la santísima Trinidad.

Vinieron, pues, los soldados de Hunnerico a un convento de monjes que vivían con gran ejemplo y opinión de santidad, bajo del gobierno del santo abad Liberato, entre los cuales se hallaba el diácono Bonifacio, los subdiáconos Servo y Rústico, y los santos monjes Rogato, Séptimo y el niño Máximo: habiendo los bárbaros derribado las puertas del monasterio, maltrataron con gran inhumanidad a aquellos inocentes siervos del Señor, y los llevaron presos a Cartago, y al tribunal de Hunnerico.

Ordenóles el tirano que negasen la fe del bautismo y de la santísima Trinidad; mas ellos confesaron con gran conformidad, un solo Dios en tres Personas, una sola fe y un solo bautismo: y añadió en nombre de todos san Liberato: "Ahora, oh rey impío, ejercita, si quieres, en nuestros cuerpos las invenciones de tu crueldad; pero entiende que no nos espantan los tormentos, y que estamos prontos a dar la vida en defensa de nuestra fe católica". Al oír el hereje estas palabras, bramó de rabia y furor, y mandó que le quitasen de delante aquellos hombres y los encerrasen en la más obscura y hedionda cárcel.

Pero los católicos de Cartago hallaron modo de persuadir a los guardas, que soltasen a los santos monjes; y aunque éstos no quisieron verse libres de las prisiones que llevaban por amor de Cristo, aprovecharon alguna libertad que se les concedió en la misma cárcel, para esforzar a otros muchos cristianos que por la misma fe estaban cargados de cadenas, esta novedad llegó a oídos del tirano, quien ordenó severo castigo a los guardas, y despiadados suplicios a los santos monjes. Dio luego orden que aprestasen un bajel inútil y carcomido, y que habiendo echado en él buena cantidad de leña, pusiesen sobre ella a los santos confesores atados de pies y manos, y los quemasen en el mar, Mas aunque los verdugos una y muchas veces aplicaron teas encendidas en las ramas secas amontonadas en el barco, nunca pudo prender en ellas el fuego. Atribuyó el bárbaro monarca aquel soberano prodigio a artes diabólicas y de encantamiento: y bramando de rabia, mandó que a golpes de remos les quebrasen las cabezas hasta derramarles los sesos, y los echasen en la mar. Arrojaron las olas a la playa los sagrados cadáveres de los santos mártires; y habiéndolos recogido los católicos los sepultaron honoríficamente.

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Fuente: www.clairval.com
Eugenia Joubert, Beata Monja Francesa, Julio 2  

Eugenia Joubert, Beata

Eugenia nació en Yssingeaux, en las ásperas mesetas del macizo central (Francia), el 11 de febrero de 1876, día del aniversario de la primera aparición de la Santísima Virgen en Lourdes. Infancia, vocación, vida religiosa, apostolado, sufrimiento y muerte; todo en la vida de Eugenia quedará marcado por la presencia maternal de María.

Ingresa de muy joven, junto con su hermana mayor, en el pensionado de las Ursulinas de Ministrel, donde ambas niñas son felices y apreciadas. El recuerdo más hermoso que Eugenia conserva de aquella época es el de su primera comunión y los meses de gran fervor espiritual que la precedieron. La joven, fuertemente atraída hacia la Virgen María, experimenta el gran poder y solicitud sin límites de su Madre del cielo. ¿Acaso quiere obtener alguna gracia? Durante toda una novena reza el rosario, añadiendo cinco sacrificios de los que más le cuestan. María siempre lo concede todo. "Cuando hablaba de la Santísima Virgen, contará más tarde una alumna suya, me parecía ver algo del cielo en su mirada".

Pero su fervor no le impide ser alegre; más bien al contrario. Una de sus maestras describirá a aquella joven como "muy comunicativa, de ardiente y buen corazón... Influía mucho sobre sus compañeras y las motivaba con su buen humor". Eugenia escribe una vez a su hermana: "Dios no prohíbe que riamos y que nos divirtamos, con tal de que lo amemos de todo corazón y que conservemos bien blanca nuestra alma, es decir, sin pecado... El secreto para seguir siendo hija de Dios es seguir siendo hija de la Santísima Virgen. Hay que amar mucho a la Santísima Virgen y pedirle todos los días que nos llegue la muerte antes que cometer un solo pecado mortal".

Aliviar la sed

El 6 de octubre de 1895, ingresa como postulante en el convento de las religiosas de la Sagrada Familia del Sagrado Corazón, en Puy-en-Velay: "Desde que era pequeña -escribe por entonces-, mi corazón, aunque pobre, rústico y terrenal, intentaba en vano aliviar la sed. Quería amar, pero solamente a un Esposo hermoso, perfecto, inmortal, cuyo amor fuera puro e inmutable... María, me has concedido, a mí, que soy pobre y poca cosa, al más hermoso de los hijos de los hombres, a tu divino hijo Jesús". En el momento de la despedida, la señora Joubert, su madre, le dijo a la vez que la besaba: "Te entrego a Dios. No mires atrás y conviértete en una santa". Ese será el programa de la postulante, comprendiendo perfectamente que va a "ser toda de Jesús" y no una religiosa a medias.

Eugenia ni siquiera tiene veinte años; su porte es vivo y graciosa su forma de reír. Pero su jovencísimo rostro, casi infantil, su aspecto impregnado de virginal pureza, reflejan al mismo tiempo una seriedad muy profunda. Su recogimiento es admirado y provoca la emulación de sus compañeras de noviciado. "Si vivo del espíritu de la fe -escribe-, si amo realmente a Nuestro Señor, me resultará fácil construir soledad en el fondo de mi corazón y, sobre todo, amar esa soledad y quedarme sola, solamente con Jesús".

El 13 de agosto de 1896, fiesta de San Juan Berchmans, toma el hábito religioso de manos del padre Rabussier, fundador del instituto. Más tarde expresará los sentimientos que por entonces la animaban: "Que en el futuro, mi corazón, semejante a una bola de cera, sencillo como un niño pequeño, se deje revestir por la obediencia, por cualquier voluntad de virtuoso placer divino, sin oponer más resistencia que la de querer dar siempre más".

Para no estar nunca solo

Durante el noviciado, sor Eugenia realiza varias veces los Ejercicios Espirituales de San Ignacio, aprendiendo a vivir familiarmente con Jesús, María y José. Pues los Ejercicios son una escuela de intimidad con Dios y con los santos. En el transcurso de las meditaciones y contemplaciones que propone, San Ignacio invita a su discípulo a situarse en el corazón de las escenas evangélicas para ver a las personas, para escuchar lo que dicen, para considerar lo que hacen, "como si estuviéramos presentes". Por ejemplo, el misterio de la Navidad (nº 114): "Veré [...] a Nuestra Señora, a José, a la sirvienta y al Niño Jesús después de nacer. Permaneceré junto a ellos, los contemplaré, los serviré en lo que necesiten con toda la diligencia y con todo el respeto de los que soy capaz, como si estuviera presente". San Ignacio nos anima a practicar esa familiaridad incluso en las actividades más triviales del día, como la de comer: "Mientras nos alimentamos, observemos como si lo viéramos con nuestros propios ojos a Jesús nuestro Señor tomando también su alimento con sus Apóstoles. Contemplemos de qué modo come, cómo bebe, cómo mira y cómo habla; y esforcémonos por imitarlo" (nº 214).

Eugenia es seducida por la simplicidad de esa práctica, que tanto encaja con su deseo de vivir en la intimidad de la Sagrada Familia; y escribe lo siguiente: "Amar esa composición de lugar significa estar desde muy temprano en el corazón de la Santísima Virgen". O bien: "Nunca me encuentro sola, sino que estoy siempre con Jesús, María y José". Un día dirigió esta hermosa plegaria a Nuestro Señor: "¡Oh, Jesús! Dime en qué consistía tu pobreza, qué buscabas con tanta diligencia en Nazareth... Concédeme la gracia de abrazar con toda mi alma la pobreza que tu amor tenga a bien enviarme". También nosotros podemos hablarle a menudo a Jesús en lo íntimo de nuestro corazón, preguntándole cómo practicó la humildad, la bondad, el perdón, la mortificación y todas las demás virtudes, y rogándole a continuación que nos conceda la gracia de imitarlo.

Sencillo como un niño

El 8 de septiembre de 1897, sor Eugenia pronuncia sus votos religiosos; en el transcurso de la ceremonia, el padre Rabussier pronuncia una homilía sobre la infancia espiritual. La nueva profesa descubre en ello un estímulo para progresar en esa vía, y se fija en dos aspectos que le parecen esenciales para alcanzar "la sencillez del niño": la humildad y la obediencia.

Para sor Eugenia, la humildad es el medio de atraer "las miradas de Jesús". En una ocasión, es reprendida severamente a causa de un trabajo de costura mal hecho, pero la labor en cuestión no era suya... A pesar de que su naturaleza se rebele contra ello, sor Eugenia calla; podría justificarse, explicar la equivocación... pero prefiere unirse al silencio de Jesús, que también fue acusado en falso. En la humillación encuentra una ocasión de "crecer en la sumisión", lo que para ella es un verdadero éxito: "La gente del mundo, escribe, intenta tener éxito en sus deseos de agradar y de hacerse notar. Pues bien, Nuestro Señor también a mí me permite que tenga éxitos en la vida espiritual. Cada humillación, por muy pequeña que sea, es para mí un verdadero éxito en el amor de Jesús, con tal que lo acepte de todo corazón".

Ser humilde consiste igualmente en no desanimarse ante las propias debilidades, las caídas o los defectos, sino ofrecerlo todo a la misericordia de Dios, especialmente en el sacramento de la Penitencia, procedimiento habitual para recibir el perdón de Dios. "¡Bendita miseria! Cuanto más la amo, también más Nuestro Señor la ama y se rebaja hacia ella para tener piedad y concederle misericordia", exclama sor Eugenia ante sus incapacidades.

La madre de las virtudes

La humildad va pareja a la obediencia. San Pablo nos dice de Jesús que se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte (Flp 2, 8). Sor Eugenia ve en la obediencia "el fruto de la humildad y su forma más verdadera", y escribe: "Quiero obedecer para humillarme y humillarme para amar más". Obedecer a Dios, a sus mandamientos, a su Iglesia, a quienes tienen un cargo, es en verdad amar a Dios. Si me amáis, decía Jesús a sus discípulos, guardaréis mis mandamientos. El que ha recibido mis mandamientos y los guarda, ese es el que me ama; y el que me ama, será amado de mi Padre; y yo le amaré y me manifestaré a él (Jn 14, 15 y 21). "Más que una virtud, la obediencia es la madre de las virtudes", escribe San Agustín (PL 62, 613). San Gregorio Magno aporta esta hermosa frase: "Solamente la obediencia produce y mantiene las demás virtudes en nuestros corazones" (Morales 35, 28). Y, como nos enseña San Benito: "Cuando obedecemos a los superiores, obedecemos a Dios" (Regla, cap. 5).

Sin embargo, el ejercicio de toda virtud debe estar dirigido por la prudencia, la cual permite discernir, en particular, los límites de la obediencia. Así, cuando una orden, una prescripción o una ley humana se oponen manifiestamente a la ley de Dios, el deber de obediencia deja de existir: "La autoridad es postulada por el orden moral y deriva de Dios. Por lo tanto, si las leyes o preceptos de los gobernantes estuvieran en contradicción con aquel orden y, consiguientemente, en contradicción con la voluntad de Dios, no tendrían fuerza para obligar en conciencia (Juan XXIII, Pacem in terris, 11 de abril de 1963). [...] La primera y más inmediata aplicación de esta doctrina hace referencia a la ley humana que niega el derecho fundamental y originario a la vida, derecho propio de todo hombre. Así, las leyes que, como el aborto y la eutanasia, legitiman la eliminación directa de seres humanos inocentes están en total e insuperable contradicción con el derecho inviolable a la vida inherente a todos los hombres, y niegan, por tanto, la igualdad de todos ante la ley" (Juan Pablo II, Evangelium vitæ, 72). Ante semejantes prescripciones humanas, recordemos la frase de San Pedro: Hay que obedecer a Dios más que a los hombres (Hch 5, 29).

Aparte de las órdenes que no podríamos cumplir sin cometer pecado, se debe obediencia a las autoridades legítimas. A fin de seguir más cerca a Jesús y de trabajar para la salvación de las almas, Sor Eugenia trata de obedecer con gran perfección, para cumplir en todo momento la voluntad de Dios Padre, imitando a Nuestro Señor, que dijo: El Hijo no puede hacer nada por sí mismo, sino lo que ve hacer al Padre: lo que hace él, lo hace igualmente el Hijo (Jn 5, 19). No hago nada de mí mismo; sino que según me enseñó el Padre, así hablo (Jn 8, 28).

Al servicio de los pequeños

Nada más pronunciar los votos, la joven religiosa es destinada a Aubervilliers, en las afueras de París, a una casa dedicada a la evangelización de los obreros. Se encariña con el corazón de los niños, consiguiendo de ese modo aquietar sus travesuras, que no faltan en su auditorio. ¿Cuál es su secreto? La paciencia, la dulzura y la bondad. Los resultados que consigue son inesperados.

Como apóstol que es, sor Eugenia suscita apóstoles. Uno de aquellos pequeños, conquistado por las clases de catecismo, sueña con ganarse a sus compañeros; consigue reunir a quienes encuentra por la calle, los hace subir a su habitación y, ante un crucifijo, les pregunta: "¿Quién crucificó a Jesús?" Y, si la respuesta tarda demasiado en llegar, añade emocionado: "Nosotros, que lo hemos matado a causa de nuestros pecados. Hay que pedirle perdón". Entonces, todos caen de rodillas y recitan desde el fondo de sus corazones actos de contrición, de agradecimiento y de amor.

Sor Eugenia hace partícipes a los niños de su amor hacia María. Un día, su amor encendido por Nuestra Señora le mueve a exclamar: "Amar a María, amarla siempre cada vez más. La amo porque la amo, porque es mi Madre. Ella me lo ha dado todo; me lo da todo; es ella la que me lo quiere dar todo. La amo porque es toda hermosura, toda pureza; la amo y quiero que cada uno de los latidos de mi corazón le diga: ¡Madre mía Inmaculada, bien sabes que te amo!".

¿ Cuándo vendrá ? ¿ Cuándo ?

Durante el verano de 1902, sor Eugenia sufre los primeros efectos de la enfermedad que se la llevaría de este mundo: la tuberculosis. Empieza entonces un doloroso calvario que durará dos años, y que acabará santificándola uniéndola mucho más a Jesús crucificado. Encuentra un gran consuelo meditando sobre la Pasión. "¿Sufre mucho?, le pregunta un día la enfermera. -Es horrible, responde la enferma, pero lo quiero tanto... al Sagrado Corazón... ¿cuándo vendrá?... ¿Cuándo?..." En medio de la oración, Jesús le hace comprender que, para seguir siendo fiel en medio de los sufrimientos, debe "abrazar la práctica de la infancia espiritual", "ser un niño pequeño con Él en la pena, en la oración, en el combate y en la obediencia". Hasta el último momento la guían la confianza y el abandono. Tras una hemorragia especialmente fuerte, recae agotada, sintiendo cómo se le escapa la vida y, sin perder ni un momento la sonrisa en el rostro, dirige la mirada a una imagen del Niño Jesús.

El 27 de junio de 1904, sor Eugenia acoge en medio de una gran paz el anuncio de su partida hacia el cielo, recibiendo el sacramento de los enfermos y la sagrada Comunión. El 2 de julio, las crisis de asfixia son cada vez más penosas; a una religiosa se le ocurre la idea de encender en la capilla una pequeña lámpara a los pies de la estatua del Corazón Inmaculado de María, consiguiendo que la Madre del cielo otorgue a la moribunda un poco de alivio. La hora de la liberación está próxima. Alguien le acerca un retrato del Niño Jesús, ante cuya imagen sor Eugenia exclama: "¡Jesús!... ¡Jesús!... ¡Jesús!..." y su alma emprende el vuelo hacia el cielo. El cuerpo de aquella joven evangelizadora parece tener doce años, y una hermosa sonrisa ilumina su rostro.

"¡Rezaré por todas en el cielo!", había prometido a sus hermanas. Pidámosle que nos guíe por el camino de la infancia espiritual hasta el Paraíso, "el Reino de los Pequeños"; allí nos espera con la multitud de los santos. A ella le rezamos, así como a San José, por Usted y por sus seres queridos, vivos y difuntos.

Fue beatificada por S.S. Juan Pablo II el 20 de noviembre de 1994.

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Fuente: ar.geocities.com/misa_tridentina01
Pedro de Luxemburgo, Beato Obispo, Julio 2  

Pedro de Luxemburgo, Beato

Obispo de Metz

Pedro, hijo del conde Guy de Luxemburgo y de la condesa Mahaut de Châtillon, nació en el castillo de Ligny-en-Barrois, en Lorraine, el 20 de julio de 1369. Quedando huérfano muy pequeño, a los ocho años fue enviado a estudiar a Paris. Fue un alumno precoz y brillante, con gusto por el canto y la danza, pero también piadoso y místico. Se confesaba todos los días, era caritativo con los pobres, y pacificador en una universidad turbulenta. En 1380, durante varios meses fue dejado en Calais, como rehén de los ingleses, a cambio de la liberación de su hermano mayor.

Tenía solamente quince años cuando, por intervención de su hermano fue nombrado obispo de Metz. Acepta par obediencia, pero con desagrado. Situaciones conflictivas pronto le obligan a abandonar su diócesis y a regresar a su ciudad natal. Hecho cardenal-diácono por el pape de Avignon Clemente VII, es ordenado diácono en la Pascua de 1384 en la catedral de Notre-Dame de Paris en donde era canónigo. Según los deseos del papa, fue a Avignon para residir en la corte pontificia. Desde hacía ya seis años, el gran cisma de Occidente dividía a la Iglesia, y el joven cardenal, que sufría muchísimo ese desgarramiento, hizo todo lo que estaba en su poder para ponerle fin. Con este fin, pasaba noches enteras en oración, se imponía ayunos y grandes mortificaciones, diciendo: "La Iglesia de Dios no puede esperar nada de los hombres, ni de la ciencia ni de las fuerzas armadas, es por la piedad, la penitencia y las buenas obras que debe recuperarse y así será. Vivamos de forma de atraer la misericordia divina" .

Marcado por el sufrimiento y por una débil salud, profesaba tan gran devoción por la Pasión y la Cruz de Cristo, que, en ocasión de una visita a Châteauneuf-du-Pape, le valió la gracia de una visión estática de Jesús crucificado. En 1386, su salud provoca muy serias inquietudes y debe residir en Villeneuve, del otro lado del Rhône. Relevado desde entonces de toda obligación, pasa largo tiempo orando en la Chartreuse, cerca de donde se aloja. Pero sus fuerzas declinan rápidamente, pues el mal se agravaba; sin embargo él se mantenía calmo, paciente, poco exigente y siempre sonriente. No habiendo cumplido aún los 18años, murió el 2 de julio de 1387, murmurando: "Es en Jesucristo mi Salvador y en la Virgen María donde yo pongo todas mis esperanzas".

A su pedido, fue enterrado en Avignon en el cementerio Saint-Michel de los pobres. En seguida sobre su tumba se multiplicaron los milagros y su reputación de santidad no deja de crecer, ocasionando la apertura del proceso de canonización. Sin embargo, por diversas vicisitudes históricas, no fue beatificado hasta el 9 de abril de 1527 por el papa Clemente VII. Sus reliquias, conservadas hasta la Revolución en la iglesia del Convento de los Celestinos edificado para guardarlas, se veneran desde 1854 en la iglesia Saint-Didier de Avignon, en Châteauneuf-du-Pape y en Ligny-en-Barrois. Su sombrero de cardenal, su dalmática y su estola de diácono todavía se pueden ver en la iglesia Saint Pedro de Avignon.

San Francisco de Sales, que le profesaba una gran devoción desde su infancia, fue a rezar junto a su tumba en noviembre de 1622, justo un mes antes de su muerte.

 

 

Fuentes: IESVS.org; EWTN.com; Colección Hablar con Dios de www.FranciscoFCarvajal.org de www.edicionespalabra.es , misalpalm.com, Catholic.net

 

Mensajes anteriores en: http://iesvs-org.blogspot.com/

 

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